Sobre la Fundamentación de la metafísica de las costumbres



Ante todo habría que señalar que la empresa kantiana está atravesada por un deseo, una intención que es evidente: La filosofía debe volverse hacia la acción. Es la dimensión práctica de la razón la que a él le atañe; más allá de toda especulación, es el interés en entregar al hombre (en tanto encarnación de la libertad humana) una herramienta para desenvoler su accionar en la historia el que guía a Kant. La Fundamentación de la Metafísica de las costumbres no es un texto que escape a esta dimensión praxiológica (práctica) y moral.


Una de las definicones más maravillosamente prácticas de Kant es la que hace de la propia Razón en este texto. La razón, más que definirse en relación a si misma, se nos muestra en sus usos prácticos: En sus búsquedas, en sus elecciones. Por tanto, la razón, no conduce a la felicidad más que a ninguna otra cosa: Es más, la razón puede producirnos más penas que otra cosa, haciéndonos naufragar en este mar de elecciones y especulaciones que podrían muy bien arribar a la maldad, al no-bien. Por ello mismo la facultad de razonar, la razón misma, es para Kant una cuestión que debe usarse en función de constituir una buena voluntad.


Es importante tomar en cuenta que, en la construcción de una filosofía, en su proceso de desarrollo y armazón-montaje, uno de los espacios, o nudos fundamentales que determinan el resultado final (una filosofía práctica-moral en el caso de Kant) es el concepto desde el cual se parte. Kant ha decidido partir de la razón. No por azar lo ha hecho; su época, la época de la imagen del mundo a decir de Heidegger1, siempre tiene al “yo” como punto de partida. Es la herencia del cogito cartesiano. Sin embargo, Kant nos ha hecho presenciar, mejor que ningún otro, este subsector de la modernidad que es la ilustración, proceso en el que los artes de gobernar y de razonar que venían gestándose desde la Edad Media, quedan anulados a merced de la crítica. Por ello el pensamiento de Kant sólo es comprensible en el marco de esta gesta crítica ilustrada. Pero, como intentabamos decir más arriba, Kant no se interesa más por la crítica de la propia razón, como facultad humana, o del conocimiento, que por la crítica de los usos prácticos de ella, que son los que, al fin y al cabo, guían el desenvolvimiento de la propia humanidad.


Antes que encontrar, entonces, metafísicamente la voluntad buena “en sí misma”, antes que delimitarla, lo que le cabe a Kant, como pensador práctico, es pensar dicha voluntad buena en si misma en función del deber, que no puede ser sino dentro de éste mundo, y como acción particular de los hombres, no de la propia entidad metafísica (deber no es igual a necesidad). Aquel que ayuda por inclinación es bueno, pero el más bueno de todos es aquel que no siente inclinación alguna al amor y sin embargo, ama por deber. Es el deber-ser y no el querer-ser el que se nos presenta como máxima de nuestras acciones. Vuelvo a señalar la dimensión inmensamente ilustrada de estas afirmaciones kantianas. Kant se entrega a los hombres. Y me atrevería a decir que a los hombres vulgares. Por ello el título de nuestro primer capítulo de la Fundamentación.


Hay, entonces, un amor práctico y un amor patológico, una bondad práctica y una bondad patológica, una razón práctica y una razón patológica. Una acción práctica es aquella que se atiene a la ley, como fundamento del deber. Deber y ley parecen ser conceptos que se entrecruzan y constituyen un único universo al que la filosofía kantiana no deja de remitir. Con prejuicio de todas mis inclinaciones, yo debo actuar conforme a la ley-deber, independiente además de las consecuencias que mi acción pudiese tener.


Kant encuentra una forma de saber cuándo mi acción es deseable, querible, reputable: Es el momento de la universalización de mi querer subjetivo (máxima) el que determina su reputación general, es decir, su conformidad con la ley y el deber-ser. El respeto puro a estas máximas universales es el que mueve a Kant. “Si bien – señala Kant en la Fundamentación, puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, por que sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones”. Es la autonegación de las máximas: En cuanto una mala máxima es universalizada deja de ser buena, y se transforma en un desastre para la dimensión praxiológica que la razón kantiana busca. Por tanto, como el mismo Kant señala, la ley, el deber-ser, y por tanto el querer (que debe estar en conformidad con este deber-ser) deben excluir toda sensibilidad particular, singular. El pensamiento universalista de Kant está hecho para proceder mediante la fuerza: debe excluir de la acción la injerencia de todos los motores sensibles.


La filosofía de Kant es un llamado a la acción. Sin embargo, escinde al propio individuo práctico en dos dimensiones opuestas, irreconciliables: Una dimensión interna (que Kierkegaard elevó al máximo de los planos con su famosa suspensión teleológica de la moral) y una dimensión exteriorizable y externa, que debe ser respetuosa de la ley aun a riesgo de la propia anulación de las pasiones. Es esta diseminación del individuo en dos la que Hegel criticaría, tildando la filosofía kantiana de “cháchara ética”: Hegel quería exigir de la ilustración algo mucho más totalizante, un desenvolvimiento absoluto, un espíritu. Y sin embargo, como los propios discípulos de Hegel de la escuela de Frankfurth (en especial Adorno, Horkheimer y Marcuse) denunciaron, la ilustración y su proyecto crítico-racional, devinieron en su propia negación. La racionalidad de occidente devino en organización de la depredación, y la crítica de los modos de gobernar en torno a los cuales la ilustración hizo proceder su maquinaria conceptual y sistemática, devino en la instalación de un “furor del poder”2, una ética de la propia irracionalidad.

Kant creía que la buena voluntad participaba de lo incondicionado. Aunque no existe una buena voluntad “en sí misma”, total y absolutamente buena, por lo menos en la vida terrena, los hombres de pueblo, los no filósofos, a quienes supo despreciar Kant, pueden participar de esta buena voluntad incondicionada realizando sus acciones conforme al deber ser y a la ley, logrando así lo que ni toda la filosofía junta pudo lograr: Alcanzar por momentos la verdad de la idea del bien platónica. Sin embargo tenemos derecho a sospechar que esta inducción a la “esperanza” en la ley esconde algo más bien negativo, o que por lo menos excede las buenas intenciones. Este exceso se manifiesta a través de la fuerza de ley y el fundamento místico de la autoridad. La ley aparece como buena, a nuestros ojos, por el sólo hecho de ser ley. Es precisamente esta ley parmenídea la que posibilita el ejercimiento de los mecanismos de coerción y enajenación de los que la sociedad contemporánea está repleta. “No hay derecho sin fuerza” decía Pascal.


Para sorpresa de Kant, la filosofía contemporánea se sigue cabeceando contra aquella muralla brutal que es la ética. Kant respondió a la pregunta fundamental por el deber, y así construyó su ética. Hoy en día, probablemente necesitemos una pregunta nueva, que no sea la del deber. Hoy, me atrevo a decir, necesitamos la pregunta elemental, primaria por la alegría. Quizás necesitemos acercarnos más a Spinoza, a los modos de existencia buenos y malos, a la construcción de la alegría, y alejarnos de ese edificio monumental que es la ética moderna y su fábrica incesante de conceptos y leyes-fuerzas. Demoler este último para responder a un nuevo tema práctico de la ética: ¿cómo conseguir el máximo de alegría?

1En “La época de la imagen del mundo” Heidegger se figura la modernidad como una época en la que (1) cobra valor la representación como pre-entificación de lo ente, previsión y entendimiento de lo ente en cuanto totalidad (mundo) antes de que éste se nos presente, como forma de manejo y (2) la propia “imagen” del mundo, manejo y aprehensión de la totalidad-imagen-representatio, pone en el centro de esta al hombre, al animal racional.

2En una conferencia pronunciada para la Sociedad Francesa de Filosofía, titulada “Qué es la ilustración”, Foucault hace un análisis menos “hegeliano” (universal-sistémico) que los autores de la E. de Frankfurth y señala que es más bien la imposición de unas condiciones de aceptabilidad de los saberes y los discursos éticos lo que hizo devenir la ilustración en un fenómeno tan deplorable como el capitalismo y el derecho contemporáneo.

miércoles, 16 de julio de 2008

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